Fue un placer el viaje. Es inusual, es cierto.
No tenía ni mi libro ni el discman encima como para paliar con las circunstancias, por que iba a otro lado, donde no suelo ir. La expectativa no era inusual, yo no planeo divertirme en un viaje de una hora.
Pero veo como se sube el viejo, me divierte. Me saluda cordialmente y me cuenta esas historias, que cuando pase por Sáenz Peña, mire hacia la izquierda y que voy a ver esa Iglesia de la cual siempre me olvido el nombre. Y eso que mi hermano siempre vivió cerca de ahí. Me contaba, como, siendo nuestro país como es, funcionaba al lado de tal Iglesia una clínica de abortos. Que cómo esta clínica tenía una especie de Catacumba, compartida con los restos de aquellos que habían sido párrocos y personal clerical de esa Iglesia.
Qué sorpresa que el viejo me hable con tanta astucia. Después de todo, daba un aspecto de tonto. Bah, debería equivocarme al decirlo, por que de tonto no tiene nada, y tiene muchas manchas por que cuando uno es viejo y se paseó tanto por el barro como él, algo debería saber.
Me contaba cómo fue ingenuamente a pelear a Malvinas, cómo los gurkas lo trataron mejor que los oficiales del Ejército Argentino. “Tengo 21 años, señor, ¿debería sorprenderme a mí algo a esta altura? ¿queda algo por descubrir de la naturaleza humana?”.
A lo cual decidió mostrarme su rosario por fuera del cuello de la camisa vieja, celeste y a cuadros. El pelo canoso no era una interrupción, tampoco la tenue luz del vagón. Me dice “yo creo en Dios, y vos sos un pibe joven, deberías tener más fe”. No quise interrumpirlo, diciéndole dentro de mi cabeza “yo creo en Dios, pero soy judío señor, en algún punto nuestras concepciones se van a ir del cauce de la conversación… mantengamos a Dios fuera de la religión y dentro del respeto verdadero, de la devoción real.. la que se encuentra en la calle y fuera de la Iglesia”.
En algún punto debo haber pensado que el pobre viejo quería explicarme cómo creer en el mundo, pero cada vez que quería aclarar oscurecía. Es cierto, ¿una iglesia que comparte una catacumba con una clínica de abortos? ¿donde está la santidad? ¿por qué los gurkas lo trataron mejor que los soldados argentinos? ¿se habrá muerto el respeto al compañero? Quise dejarlo seguir contando esta segunda historia. De cómo se había muerto de frío, y cómo su arma falló. Como estuvo andando con un arma que bien podría haber sido una rama de palo borracho. Que no sabe cómo sobrevivió, pero que él no deja de creer en la bondad del Ejército y del Estado.
Claro, ahora se digna aclararme que él sin embargo era un peronista del año cero. Con mucho respeto lo miro, por que el único verdadero peronista fue el que supo seguirlo a Perón en las batallas (aunque esta guerra no haya sido una de ellas). Reconozco en el habla del viejo algunas partes que son muy reaccionarias a lo largo de la conversación.
Me cuenta cómo él y su mujer jamás tuvieron hijos y cómo “tres, nada más, el número perfecto de hijos; ya que todos aquellos que quisiesen tener hijos en este país deberían aprobar un examen de paternidad (no sé si mis padres hubiesen aprobado, ergo si yo no estuviese vivo) y cómo se deberían prohibir más de 3 hijos en cada familia, independientemente del nivel socioeconómico de cada familia (pienso… ¿ésto sigue vigente en China?)”. Consulta a una mujer que se sienta a nuestro costado, una mujer ni joven ni demasiado mustia, demasiado añeja. Calcularía de ojo unos 45 años, bien mantenida, poco mantenida, en buen estado, sonriente, sana, humilde. Buena gente a mi opinión. El viejo le pregunta: “¿usted piensa lo mismo?” La mujer no responde hasta que corre su bolso en señal de incomodidad y dice “no sabría que decirle señor, yo tengo ocho hijos”. El destino fue bueno con ella, supongo. Lo afirma con orgullo, con cariño: como las verdaderas madres hablan. Busca mi aprobación, preguntándome cuántos años tengo, y cual hijo soy yo. Mientras le contesto, me extiende la mano para sacudirla. Sonrío, extiendo la mano y le digo:
- Yo soy el cuarto hijo, señor. Aquel que no debería haber existido.
Su gesto no cambia, ya que después de tantos años es difícil cambiar. Intenta deshacer el encanto del comentario destructivo, del gesto innecesario. Lo hago sentir cómodo por que “soy un pibe bien educado”. Soy tan adulto, menos adulto. ¿Qué sería ser adulto, entonces? La idea no es agredir, hablar de la experiencia, cuando se habla, hablar con inteligencia. Y hay parte de mí que sin embargo no detesta al viejo, por que no habla de mala fe, simplemente parece desconocer las cosas subyacentes al mal que se le hizo a su vida. Es inconsciente, no quiere reconocer, si lo reconoce, está chapado a la antigua y va a mirar, y de vez en cuando, empieza a contar chistes para ocultar la cara de incomodidad. No se preocupe, señor… yo soy un ente aquí, digámoslo así, no voy a darle más relevancia a sus palabras ignorantes, por que yo las considero así, aunque usted no sea ignorante. Me cuenta cómo en su juventud era boxeador, flaco (mirando con sorna hacia mi panza), y cómo conoció al General Perón, cuando usted era un joven púgil, flaco y fuerte gracias a todas las pesas que hacía todos los días, y estaba listo para irse a vivir y pelear en Madrid como un juvenil. Y, cualquiera podría haberse sentido influenciado por la mirada cariñosa del General, supongo.
Y llega el momento donde necesita hacer una conclusión pero no puede. Ve que se acerca la hora de bajarse del tren, y quiere decirme algo relevante, pero no le sale. No puede todavía, aunque lo intenta.
Pero se acabó el tiempo, y él va a mirarme profundamente como su mujer a los ojos, los que les contestaba a ellos dos en silencio “sé que están solos, y la vejez es suficientemente dura como para andar con cargos de conciencia.. vivan lo que les queda, y que la compañía del otro, por más que sea incompleta, incorrecta, incoherente… los mantendrá tranquilos hasta el día que uno muera. Por que siempre es lindo estar acompañado cuando se es viejo, ¿no? Espero yo poder llegar como usted, a llegar a viejo y que algún jovencito más o menos inteligente que yo, no necesariamente me admire, sino que me respete, escuche lo que yo tenga que decirle. Por que estuve vivo y espero que no se olviden de mí”, pensé, en todo este lapso de un minuto.
El viejo busca el bastón, mientras su mujer agarra con fuerza la bolsa y se apoya con su otro brazo en el marco de la ventana para levantarse. Me levanto yo también, para hacerles el espacio para salir. Él me mira, y sabe lo que yo sé. Besa a su mujer en la mejilla, me mira de vuelta y me dice: “Mucha suerte, pibe”, con una sonrisa en la boca. Y el enorme fantasma golpea los zapatos de cuero contra las escaleras mientras el fantasma ya está en la puerta de la Estación.