En algún momento alguien me dijo de matarlo al viejo, agarrar aquel rifle 22 corto de madera bien lustrada y metal reluciente, las pequeñas balas doradas de punta redondita que parecían dedos de nene, y esperar, esperar, esperar colgado en el balcón, en la noche, y dejar que todo fluya como si fuese el ritmo de la vida esperar que el viejo caiga y lo desangre como si fuese un cerdo a punto de ser descarnado.
Hay que reconocerlo, después de todo, era una mierda, el hecho de matarlo o la decisión de dejarlo vivir. Como si uno fuese un Dios armado, permitiendo que las cosas sucedan, permitiendo que el olor ocre de la grasa del arma o el simple aroma quemado de la pólvora alterasen el curso de las cosas a ocurrir en la naturaleza. Y espero, te espero. No quedaron remordimientos esparcidos en la mesa como que yo lo sienta así. Espero, espero, mi dedo desliza y baila sobre la comisura del gatillo, espero, mis ojos van de un lado al otro de las negras líneas dentro de la mira, convirtiendo la búsqueda del blanco en un arte, una obra de Astaire, algo ridículo que mata el tiempo y que vuelve el acto de privar de vida en una cuestión de gozo acerca de la muerte.
La verdad que en algún momento fue gracioso escuchar las suposiciones y los comentarios. Los insultos provenientes de la boca del viejo chismoso hasta cierto punto sonaban graciosos. Después de todo, quien decide ignorar se auto-otorga un estatus superior, un aura de intocable. Escucharlo era gracioso, si, hasta cierto punto y nada más. Era una constante agresión. Y cada persona en el medio que nos veía parecía pensar que estaba todo bien. Creo que incluso el viejo jugaba con esa noción, los dos juntos, uno criticando al otro. El criticado, ignorando. El criticón, tirando cada día con dardos más fuertes.
Y las ofensas sólo crecieron. Y es así como empecé a esperarte. Me autocontraté por que no podía soportarlo más. Yo no puedo matar a través de otra persona.
Y estaba ella, y estaban ellos. La más importante, todo el mundo en el medio. Todos escucharon el estruendo de tus palabras, todos van a escuchar el estruendo de mi arma. No fue que mis palabras tampoco fuesen lo suficientemente mordaces para atacar tu ego. Lo peor del ser es el ego, la capacidad de maximizar el propio, la incapacidad para reconocer el ajeno. Y creo, ya, haber escuchado lo suficiente en todo este tiempo de vida.
Escuché, efectivamente durante mucho tiempo. Escuché las advertencias, presencié las traiciones. Fui un espectador pasivo, como esta noche, sentado en la ventana frente a tu balcón. A tu puerta. A tu vida. Ahora, yo decido, y espero. Verías el reflejo de mi arma, de mi alma, y siendo incapaz de comprender te encontrarías con la verdad real de la vida humana, de la vida y la muerte. Rifle, bala, hoy, no hay mañana.
Y, si, en mi mente no caben las suposiciones… no por hoy. Si en algún momento te dí la errada impresión que me iba a quedar sentado, herido soy la peor especie. La bestia decimada es el animal más agresivo del mundo. Quien desangra por dentro más espera y peor exterioriza.
Ahora te veo caer, fue demasiado fácil. Demasiado sencillo fue dejarte pasar frente a mí, pensando que a lo mejor yo ignoraba. No hago caso omiso. Mis oídos están bien atentos, chillan cuando uno los insultan. Y dirigen los impulsos nerviosos que hacen que te espere. Atento, concentrado, focalizado, en el propósito más final de todos. Espero, espero.
Y ya es la medianoche. Estás frente mío. Las miras se alinearon. Mis dedos dejaron de temblar.
Mi saliva está tibia. Mis palabras están dichas. La verdad es que nunca tuve el rifle. Pero siempre te tuve al alcance del ojo. Moriste.